Hace unos años (1998) el este de Canadá fue azotado por una inolvidable tempestad de lluvia heladiza. Causó veintiún muertos y millones de dólares en pérdidas. Cerca de cuatro millones de personas fueron afectadas por la tragedia: transportes, abastecimientos… Miles tuvieron que abandonar su hogar. No había electricidad, por consiguiente tampoco había luz, ni agua, ni calefacción. En ese período de interrupción eléctrica, que duró varios días, se pudo comprobar cuán indispensable es la electricidad. Los damnificados aprovecharon los abrigos provisionales que el gobierno puso a su disposición. También comprendieron que «solidaridad» no era una palabra vana.
A veces atravesamos días sombríos; tenemos la sensación de estar hundidos en la oscuridad, perdemos nuestros puntos de referencia. Para estas situaciones, entre otras, Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). En este mundo no existe otra fuente de verdadera y durable luz. Las filosofías y las religiones entusiasman el espíritu momentáneamente, pero a la larga dejan un gran vacío interior.
Es el momento de preguntarme si tengo un corte de luz espiritual, si deseo encontrar la verdadera luz o si prefiero permanecer en la oscuridad eternamente. Acudamos a quien dijo: “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Juan 12:46).
Jesús les dijo: Aún por un poco está la luz entre vosotros; andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en tinieblas, no sabe a dónde va.
Juan 12:35