-Esperé y esperé, y Morgan nunca regresó.
Los ojos de Will se llenaron de lágrimas. Estas brotaron y rodaron por sus mejillas, mientras entre sollozos contaba la historia a su padre. Ya él se sentía como un “adulto” de cuatro años, no quería llorar, pero no pudo contenerse.
-Está bien que llores, Will -respondió su padre-. Cuéntame que ocurrió.
Con un gran supiro, Will continuó:
– Sé que no debo pasar al fondo del edificio. Morgan jugaba conmigo. Él dijo que quería ir a la piscina y que regresaría. Esperé y esperé, pero nunca regresó a jugar conmigo.
Con un latigazo en su pecho, el padre de Will se arrodilló y le tomó en sus brazos. Mientras Will se desahogaba contra su pecho, el llanto aminoraba y su padre dijo:
-Will, estoy orgulloso de ti. Cuando estamos juntos me obedeces, eso me hace feliz; pero nada se compara al bienestar que experimento si haces lo correcto incluso si estoy ausente. Gracias. Te amo mucho, mi pequeño hombrecito.
Las lágrimas pronto se enjugaron y Will continuó su juego. Su herido corazón percibió un bálsamo; las cosas estuvieron mejor por causa del amor y la seguridad que recibió de su padre. De hecho, él irradió felicidad cuando su progenitor se enorgulleció de él.
Dios el Padre es comparable a eso. Él se conmueve por el dolor que sus hijos se causan entre sí y su corazón rebosa de gozo cuando obedecemos simplemente porque es lo correcto.
Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. (Mateo 3:17)