El día empezó muy mal.
Me quedé dormida y llegué tarde al trabajo.
Todo lo que sucedió en la oficina contribuyó a mi ataque de nervios. Para cuando llegué a la parada del autobús en mi viaje de regreso a casa, tenía un gran nudo en el estómago.
Como de costumbre, el autobús llegó tarde… y atestado. Tuve que ir de pie en el pasillo. Mientras el bamboleante vehículo me lanzaba en todas direcciones, mi depresión se hacía más profunda.
Entonces escuché una voz grave que salía del frente: -Hermoso día, ¿verdad?
Debido a la aglomeración de público, no podía ver al hombre, pero podía escucharlo mientras seguía comentando el panorama primaveral, llamando la atención hacia cada punto importante que se avistaba: esta iglesia, ese parque, aquel cementerio, la estación de bomberos.
Pronto todos los pasajeros estaban mirando por las ventanillas. El entusiasmo del hombre era tan contagioso que me sorprendí sonriendo por primera vez ese día. Llegamos a mi parada. Maniobrando hacia la puerta, eché un vistazo a nuestro «guía»: una figura regordeta con una barba oscura, que usaba espejuelos oscuros y apenas podía caminar guiado por un delgado bastón blanco.
En medio de un bus atestado, lo menos que podía esperar era que aquel Señor, físicamente con limitaciones y con mucho más de lo que quejarse, nos diera a todos los presentes la alegría de ver las maravillas que en nuestras propias vacilaciones no habíamos sido capaces de observar.
De allí aprendí que, mirar el mal tiempo con buena cara, es algo que Dios también espera y hasta nos invita, a cada uno de nosotros, para vivir plenamente la alegría que desea a cada uno de sus hijos.
Salmo 118:24
Este es el día que hizo Señor; nos gozaremos y alegraremos en él.
Salmo 145:2
Cada día te bendeciré, y alabaré tu nombre eternamente y para siempre.