Palabra:
Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo. (Filipenses 2:3)
Jesucristo fue obediente hasta la muerte (Fil 2.8). Aunque algunos cristianos hoy pueden ser llamados a dar su vida para la gloria de Dios, la mayoría de nosotros no enfrentamos ese martirio. Sin embargo, la muerte que se nos pide no es menos real. Morimos al yo personal.
Los seres humanos queremos que las cosas se hagan a nuestra manera, en nuestro momento, y en nuestros términos. Pero Jesús dijo que cualquiera que quiera seguirlo debe negarse a sí mismo (Mt 16.24a). Eso cubre, por supuesto, cuestiones obvias como los hábitos pecaminosos y los malos pensamientos. Pero también significa que a veces rechazamos cosas buenas porque llegan en el momento equivocado o no encajan en el plan de Dios.
Para un no creyente, el compromiso de los cristianos de obedecer debe parecer extraño, especialmente cuando las manos vacías escogen llevar una cruz (v. 24b). A veces, seguir al Señor implica sufrimiento. Lo que los no creyentes no pueden ver ni experimentar, es la profunda satisfacción que tenemos los cristianos cuando hacemos lo correcto. Jesús dijo una vez: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Jn 4.34). Lo que el alimento es para el cuerpo, lo es la obediencia para el alma y el espíritu. Trabajar para Dios nutre, vigoriza, fortalece e ilumina, dándonos más satisfacción que los placeres.
Aunque la autonegación duele, obedecer a Dios produce gozo. Los creyentes que escogen la sumisión a Él entienden lo que quiero decir. El contentamiento se encuentra en la cercanía al Señor, sentir su aprobación, y esperar escuchar: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! (Mt 25.21 NVI).
Oración:
Señor, Ayúdame, para que en humildad, y temor mi caminar contigo sea de completo agrado a ti, de forma que pueda ser testimonio para aquellos que no te conocen.