«Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino. Y Ana le respondió diciendo: No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora. Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho» (1 Samuel 1:13-16)
Podemos encontrar a Dios en el silencio de nuestra meditación sobre su palabra, en una oración a viva voz en la que expresemos nuestros sentimientos o también en una oración en silencio que nos una a Él mediante nuestros pensamientos y deseos del corazón. Y es que Nada de lo que hagamos, digamos, o pensemos, está oculto para el Señor, quien no necesita oír nuestras palabras para conocer nuestros pensamientos y nuestros corazones. Porque Él tiene acceso a todas las oraciones dirigidas a Él, ya sean habladas o no.
En las escrituras de hoy, observamos el poder que también posee la oración silenciosa y como El Señor da cuenta oportuna de ella. Ana tenía una pena que la había afligido a lo largo de su vida, como consecuencia de no poder dar a luz. Constantemente visitaba el templo y oraba desde su corazón en voz baja, pidiéndole al Señor, le diera la bendición de concebir. Elí el sacerdote del templo, no entendía lo que significaban aquellas murmuraciones de Ana y la dio por ebria, a lo que ella explicó: «No he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová«. Luego de un tiempo Dios oyó el pedido de Ana y le dio un hijo como dicta la palabra: «Aconteció que al cumplirse el tiempo, después de haber concebido Ana, dio a luz un hijo, y le puso por nombre Samuel, diciendo: Por cuanto lo pedí a Jehová» (1 Samuel 1:20).
El Señor, dio cuenta de las suplicas de Ana. Contempló esa angustia que durante años la había perseguido y sumido en la tristeza y le concedió el fin que esperaba, como retribución a su fe, silenciosa, pero fortalecida en sus pensamientos y en los deseos más profundos de su corazón.
De esa forma Dios trabaja y obra en nosotros. Escudriña nuestros pensamientos, deseos, motivaciones y puede ver y oír cada una de nuestras suplicas en tiempos de angustia, escuchando además aquellas que nunca expresan nuestros labios. La naturaleza omnipresente del Señor hace posible que desde cualquier realidad, podamos tener la confianza plena de que él oirá y responderá en sus tiempos perfectos a nuestro llamado.
De allí que queda de nosotros, agradecerle por su cuidado, misericordia y presencia. Porque Él nunca fallará en el compromiso de siempre estar listo, para derramar sobre nosotros, cada una de sus maravillosas bendiciones.
Palabra diaria: Señor, Te doy gracias porque cuento con tu presencia en cada circunstancia. Escuchas mi súplicas a viva voz, en mi reflexión o a través de mi oración silenciosa que se sostiene por mi fe creciente en tu poder y misericordia. Gracias por guiarme cada día a seguir Tú camino. En Tí confío Señor.