Se cuenta que cierto emperador chino, cuando le avisaron que en una de las provincias de su imperio había una insurrección, dijo a los ministros de su gobierno y a los jefes militares que lo rodeaban:
“Vamos. Seguidme. Pronto destruiré a mis enemigos.”
Cuando el emperador y sus tropas llegaron a donde estaban los rebeldes, él trató afablemente a éstos, quienes, por gratitud, se sometieron a él de nuevo.
Todos los que formaban el séquito del emperador pensaron que él ordenaría la inmediata ejecución de todos aquellos que se habían sublevado contra él; pero se sorprendieron en gran manera al ver que el emperador trataba humanitariamente y hasta con cariño a quienes habían sido rebeldes.
Entonces el primer ministro preguntó con enojo al emperador:
“¿De esta manera cumple vuestra Excelencia su promesa? Dijisteis que veníamos adestruir a vuestros enemigos.
Los habéis perdonado a todos, y a muchos hasta con cariño los habéis tratado.
Entonces el emperador, con actitud generosa, dijo:
“Os prometí destruir a mis enemigos;
y todos vosotros veis que ya nadie es enemigo mío: a todos los he hecho mis amigos.”
«Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros.» (Gálatas 5:13)