Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. Génesis 22:2
El pasaje de hoy cuenta la asombrosa historia de un padre al que se le pide que sacrifique a su amado y esperado hijo. Pero un detalle importante (y quizás pasado por alto) de esta historia es lo que no se hizo.
Note que, desde el principio mismo, Abraham no regateó con Dios para que se compadeciera de Isaac, aunque habría sido una acción perfectamente aceptable según nuestra perspectiva humana. La Biblia solo nos dice que “se levantó muy de mañana”, y Abraham se puso a trabajar para realizar cada paso de la terrible tarea (Gn 22.3).
Fue Abraham quien preparó el altar, quien ató a su hijo y quien empuñó el cuchillo. En ninguna parte de este proceso —que debió ser angustioso— se dice que se demoró, esperando que el Señor cambiara de opinión. ¿Por qué razón? Porque confiaba en Dios, tanto que estuvo dispuesto a llevar a cabo lo impensable.
No fue hasta que comenzó la acción del sacrificio, cuando el ángel lo llamó y le fue proporcionado un carnero, que Abraham conoció el alivio (Gn 22.12). Tanto por lo que hizo como por lo que se abstuvo de hacer, Abraham nos enseña algo tanto sobre la obediencia como sobre la amorosa naturaleza de nuestro Dios.
Señor, dame la fe y obediencia de Abraham, para confiar en Ti sin dudar, aun cuando no comprenda Tu voluntad. Ayúdame a actuar con prontitud en respuesta a Tu llamado, sabiendo que Tú provees y guías cada paso. Que mi corazón esté dispuesto a rendirte todo lo que soy y tengo, confiando en Tu amor perfecto y en Tus planes buenos para mi vida. Amén.