Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, quien había sobrevivido a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla.
El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a darle su sangre. Yo lo vi dudar por un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: «Sí, lo hare si eso salva a Liz»
Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado en una cama al lado de su hermana muy sonriente, mientras nosotros los asistíamos y veíamos regresar el color a las mejillas de la niña. De pronto el pequeño se puso pálido y su sonrisa desapareció.
Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: «A qué hora empezaré a morir?»
No había comprendido al doctor: pensaba que tendría que darle toda su sangre a su hermana. Y aun así había aceptado.
Juan 15:13
Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.
Marcos 12:33
y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios.
Mateo 20:28
Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.